En 1976, el ministro de Economía del Proceso le hizo un daño a la sociedad argentina que fue casi tan letal como los miles de desparecidos en la llamada Guerra Sucia. El ingeniero Martinez de Hoz nos enseñó a todos, desde cadetes y amas de casa hasta gerentes y empresarios, a que usaramos "la tablita", un instrumento de cálculo para estar al tanto minuto a minuto de cuantos dólares valían sus pesos. Marcado a fuego ese abc económico, la imaginación perpetuamente inmigrante del argentino se acostumbró a que los vaivenes del dólar fueran para siempre los vaivenes de la inflación, el monstruo más temido por ciudadanos y dirigentes porque devalúa salarios y es una bola de nieve que nunca se sabe cuando para. Si una mañana el dólar amanecia más alto, el verdulero subía el precio de la lechuga. En ningún país del mundo la gente sabe cual es la equivalencia de su moneda con el dólar. Solamente en la Argentina. Y únicamente los argentinos se sorprendían de que alguien no les aceptase dólares para pagar algo cuando estaban de visita en Brasil o en España y que les reclamasen cruzeiros, reales o pesetas. Es que para nosotros era el gran valor de referencia. Y de él dependia todo.
Por eso, si la Convertibilidad de los años '90 tuvo alguna virtud, sin duda fue la de apaciguar los ánimos siempre volátiles de los argentinos dispuestos a saltar al ritmo del dólar. De repente y "por ley", un dólar pasaba a valer un peso a través de una garantía de no emitir moneda y que hubiese en las reservas del Banco Central un dólar para cada peso en circulación. Ese corset, que después se reveló un torniquete para el crecimiento económico -al final de cuentas, la inflación controlada es la inercia del crecimiento económico-, en sus comienzos fue la terapia adecuada para un pueblo que necesitaba confiar en el futuro, para poder endeudarse y mejorar su standard de vida. Parecía que el sindrome de la tablita había sido superado. Ya nadie se preocupaba por el dólar y todos nos manejabamos en pesos, nuestra moneda, como cualquier país del mundo. Total, si era lo mismo.
Brasil supo salir a tiempo de su convertibilidad pero ellos no tenían ninguna enfermedad respecto de la divisa verde. A nosotros nos tocó la peor crisis de la historia reciente y junto con ella vino la pesificación. Tan mal quedamos que nadie tocaba un precio por miedo a que la hecatombe volviese. Se sabia que ya no estabamos equiparados con el dólar, pero terror y aluvión turístico mediante, la conciencia social dictó que era preferible trabajar más y estar a flote que tratar de restaurar la equivalencia con el dólar con los nuevos pesos devaluados y que nos comieran los piojos.
Ahora, más de seis años después, el miedo pasó. Ya se dieron cuenta los Kirchner. Pero lamentablemente están avivando la hoguera. Aterrorizados por los números negativos de la inflación que empezaba a crecer intervinieron el INDEC y disfrazan los índices de precios al consumidor. Hoy en día ya la brecha entre la inflación real y la que el gobierno está dispuesto a anunciar es tan alta que nadie cree en el índice oficial. Pero la paradoja es que tal vez la inflación real sea mayor que la que debiera ser: como se perdieron parámetros objetivos para ponderar la dinámica inflacionaria, cada cual remarca los precios según sus peores presunciones. Así que en definitiva, el problema mayor que esto regenera, es el brote de aquella enfermedad generadora de inflación innecesaria que en su momento la sociedad argentina contrajo con Martinez de Hoz. Es un virus nuevo, que ya no mira al dólar ni a ningún referente porque descree de todos. En los días de hoy la indexación de precios se hace emocionalmente. El verdulero se levanta y le pone nuevo precio a la lechuga de acuerdo a lo que a él le parece. El ocultamiento y la ignorancia alimentan el mal que se quiere conjurar. Estamos de nuevo perdiendo la salud.
lunes, mayo 05, 2008
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1 comentario:
que deprimente bola ocho... que deprimente...
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