domingo, marzo 19, 2006

Bernard y yo


En Sao Paulo vivo en un departamento frente a una plaza. No me costó mucho decidirme a alquilarlo porque es muy lindo. Por la ventana - que es enorme y curva - se ven las copas de los árboles, frondosos y enormes como corresponde a un país tropical. Casualmente, ¿cómo creen que se llama la plaza? ‘Praça Buenos Ayres’. Así, en criollo, nada de ‘Boms Ares’ o giladas de ese tipo. ‘Buenos Ayres’, con una 'y' elegante y vintage, en claro homenaje a la ciudad porteña de mi único querer. No hace falta decir que gracias a eso soy el hazmereir de todos los que saben que soy argentino, porteño y tanguero; mi departemento me ha convertido a los ojos de los otros en un ejemplo ambulante de una imaginaria melancolía, perdido en esta ciudad provinciana y monstruosa a la vez. Vale aclarar que no es ni siquiera una tenue aproximación a mi alegría de vivir aqui (que no es sólo brasileña, aunque parezca) pero que la plaza se llame así me deja expuesto, porque el que vive en Leblon, nobilísimo barrio de Rio de Janeiro, desconoce alegremente que mora en calles teñidas de historia rioplatense por designio de algún intendente con ganas de intercambiar chupadas de medias: Bartolomeu Mitre corta General San Martín (que algunos navegantes del espacio pronuncian ‘Sain Martán’) y corre paralela con los generales Artigas, Urquiza y Venancio Flores. Pero en mi plaza Buenos Ayres, todo es un canto a la porteñidad y no hay ignorancia que me proteja. Hay hasta estatua (fea) de una pareja bailando tango en una fuente seca y busto de Bernardino Rivadavia (como se ve en la foto). Confieso que durante meses pensé que era un busto de Beethoven (no digan que no se parece más a Ludwig van que al de los cuadernos premium en los que se puede borrar sin borronear). Pero ahora que sé quien es, cada vez que salgo a la calle esquivo a los vendedores de banana, mamao y abacaxi, y entro a la plaza por la puerta que domina el monumento de este prócer nuestro de dudoso patriotismo. Paso por delante suyo y lo miro de reojo, sin hacer ruido. Concentrado como está en su lectura eterna de la misma página que está a punto de firmar no quiero molestarlo. Apenas me digo en silencio, imaginando que él puede escucharme también: “¡Quién lo hubiera dicho, Don Bernardino! Mire a dónde hemos venido a parar usted y yo”. Por lo menos yo tengo amigos y más de un libro para leer y subrayar. En cambio él… pobre. A veces hasta se me ocurre que podría invitarlo a ver el Mundial de Alemania en casa.

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